Mi niño era muy nervioso. Llegué a pensar que era hiperactivo, pero no era eso como patología, sino que, simplemente, era muy nervioso. A su acostumbrada inquietud, se sumaban las rabietas infantiles, frecuentes desde que tenía cinco o seis años. No era un chico malcriado, porque desde bien jovencito se encargaba de su habitación, cumplía las normas de casa, y obedecía casi siempre. Pero cuando estaba más inquieto o se le contradecía en algo que él ansiaba, aparecían las pataletas monumentales, que nos dejaban sin habla a su padre y a mí.